La era post-estadounidense
La buena noticia de finales
del siglo XX fue la desaparición de la URSS como imperio capaz de imponer su
ley en Europa central. La mala noticia fue la supervivencia de Estados Unidos
como imperio capaz de imponer su ley en Europa occidental, América Latina y
otras partes del mundo. El renacimiento de Rusia y el despertar de China
conducen inexorablemente a la aparición de un Nuevo Orden Internacional, en el
que ya habrá lugar para el anacrónico imperio estadounidense. En ese sentido,
los estrategas se interrogan sobre la manera de limitar les enfrentamientos
característicos de los periodos de transición. Para el doctor Imad Shuebi, los
nuevos líderes del mundo, Pekín y Moscú, están actuando con precaución en aras
de prevenir una guerra mundial, aunque prevén una serie de sangrientos
conflictos regionales.
Hablar de era
post-estadounidense ha dejado de ser hoy en día la expresión de un deseo
piadoso o de un simple punto de vista político. En 1991, cuando abordé ese tema
en mi libro Le Nouvel Ordre Politique Mondial [El Nuevo Orden Político
Mundial], se trataba de una especie de análisis prospectivo que parecía
imposible de creer en aquel entonces. La incredulidad estaba determinada por
varios fenómenos que en epistemología se conocen como el obstáculo del
conocimiento común o la resistencia al cambio.
En aquel momento, mi reflexión
constituía una ruptura epistemológica, algo que Nassim Nicholas Taelb
designaría posteriormente con el término «teoría del cisne negro», o también
como «pensamiento lateral» [1]. Yo señalaba entonces –de hecho aún sigue siendo
así– que las Grandes Potencias no mueren en sus camas. El peligro que
representa la muerte de ese tipo de Estados reside en el hecho que están en
posesión, simultáneamente, de armas nucleares y de un importante pasivo
histórico y estratégico. Y esas son cosas que no se borran sino que subsisten
en el fondo de las conciencias y de los recuerdos de esas naciones.
Los funcionarios rusos y
chinos nunca lo ocultaron y tampoco se trataba de un exceso de candor
–contrariamente a lo que escribió Zbigniew Brzezinski– cuando llegaron a la
conclusión de que eran inevitables el ascenso de Rusia y China y el declive de
Estados Unidos, pero que este último no debía ser demasiado brusco. Para
las grandes potencias, la ruptura no es una opción. Pueden fracasar, pero no
derrumbarse. La realidad es que ese tipo de potencias sólo pueden ser
disueltas.
Zbigniew Brzezinski lo admite,
pero le parece poco probable que el mundo quede bajo el dominio de un único
sucesor –ni siquiera de China–, algo en lo cual estamos de acuerdo, por el
momento, como mismo estamos de acuerdo en que la fase de desorden global y de
incertitud nacional empeoró tanto en 2011 que nos hallamos ahora bajo la
amenaza de un espantoso caos. Los estadounidenses, al igual que los chinos y
los rusos, sienten temor de esa posibilidad, pero para ciertos Estados
aventureros –como Francia y varios países del Medio Oriente– la perspectiva de
perder su condición de potencia regional hace temer un aumento del riesgo de
desestabilización. Las Potencias fuertes temen el caos, mientras que las
Potencias débiles a veces apuestan por el caos con tal de desconcertar a las
Potencias fuertes, con la esperanza de hacerlas retroceder en el escenario
internacional con pérdidas mínimas.
La evolución hacia un nuevo
orden internacional se aceleró notablemente durante los años 2011 y 2012, en la
medida en que sólo hubo un corto lapso de tiempo entre el momento en que Putin
anunció el fin de la unipolaridad, precisando incluso que las potencias
emergentes no estaban listas aún para asumir el relevo, anuncio emitido en el
marco de la Cumbre del grupo BRICS sobre la formación de un Nuevo Sistema
Económico y Bancario (el Banco BRICS). El hecho que Rusia y China alzaran
la voz no sólo dio como resultado dos dobles vetos [en el Consejo de Seguridad
de la ONU] sino que ha puesto a esos dos países a desempeñar el papel de motor
en la actual dinámica del Mediterráneo oriental, lo cual significa
indudablemente el fin de la historia estadounidense en la región y que es
actualmente imposible para las diferentes partes aspirar a ningún tipo de nueva
repartición.
La declaración de Obama, a
principios de 2012, sobre la Nueva Estrategia Americana que preconiza «estar
alertas y atentos en el Mediterráneo oriental» se parecía mucho a un
reconocimiento de la nueva correlación de fuerzas en la región, paralelamente
al armamento del vecindario inmediato de China. Las declaraciones de Hillary
Clinton desde Australia se vieron además como la continuación de aquellas
palabras sobre un enfrentamiento con China, y la respuesta de China fue
simplemente: «Nadie puede impedir que salga el sol chino».
Ante esas diferentes
declaraciones estadounidenses, China no esperó al año 2016 para dar una muestra
de su nuevo poderío. Se apresuró, por el contrario, a pronunciarse a favor de
un nuevo orden multipolar –retomando los términos utilizados por los rusos –
visto como un Orden Internacional basado en dos ejes alrededor de cada uno de
los cuales se hallarían varias polos. Sólo que el eje chino-ruso sería
ascendente mientras que el otro sería descendente.
Se ha hecho evidente que la
agravación del conflicto ha representado una profunda sacudida para la
diplomacia estadounidense, tanto que esta última se vio obligada –en abril de
2012– a tocar retirada, al menos verbalmente, y a precisar que no estaba en
guerra fría con China. Esto último se producía después de un encuentro entre el
primer ministro chino y Kofi Annan. Al emisario de la ONU y de la Liga Árabe se
le hizo saber entonces que China y Rusia se han convertido en las primeras
Potencias, la primera y la segunda respectivamente, y que está obligado a
coordinar con ellas. El propio Annan, como testigo del mundo unipolar que
estuvo vigente de 1991 hasta principios del siglo XXI, sería igualmente testigo
de la caída de aquel mundo y tendría que admitir en lo adelante que la cuestión
del Mediterráneo oriental era asunto de Moscú y de Pekín.
Washington acaba de vivir una
década entera de guerras –periodo que se parece a la carrera armamentista con
la URSS, la llamada «guerra de las galaxias»– que, junto a otros factores
críticos, agotó a Estados Unidos y puso a ese país al borde de la bancarrota.
Esto incitó a Estados Unidos a anunciar un re-posicionamiento en la periferia de
China, en un intento por desempeñar algún papel en la región indo-pacífica.
Pero tuvo que echarse atrás en sus declaraciones de una manera que hace pensar
a los observadores que ese país ya ha perdido su aureola de superpotencia. Ya
está comprobado que cuando una potencia amenaza con recurrir a una forma de
fuerza de la que sólo disponen las superpotencias, pierde dos terceras partes
de su fuerza.
El mundo está cambiando.
Estamos viendo precisamente la cristalización de ese Nuevo Orden Internacional
cuya formación se había visto pospuesta desde el derrumbe de la Unión Soviética
y cuya maduración ya se está produciendo de forma acelerada, aunque las nuevas
potencias no estén aún enteramente listas para ello. La aceleración de los
acontecimientos en el Medio Oriente ha obligado a esos nuevos actores a sumarse
rápidamente a la partida. Sin embargo, las consecuencias del ascenso de nuevas
potencias y el declive de aquellas que, como Estados Unidos, liderearon el
mundo en la etapa anterior, han de manifestarse dentro de poco. Han de
materializarse en sangrientas luchas que sólo hallarán solución después del
establecimiento del Nuevo Orden Internacional, y con el consentimiento de los
diferentes actores, según la nueva condición de cada uno de ellos.
[1] Según el epistemólogo
líbano-estadounidense Nicholas Taleb, «Un cisne negro es un acontecimiento
altamente improbable que consta de 3 características principales: Es
imprevisible, tiene importantes consecuencias y siempre se le da una
explicación a posteriori para hacerlo más racional, confiriéndole así una
previsibilidad aparente y tranquilizadora». Cf. Le Cygne Noir, La puissance de
l’imprévisible, Les Belles Lettres, 2008.
Por Imad Fawzi Shueibi
Fuente: "Red Voltaire"
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