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martes, 8 de octubre de 2024

Batalla de Lepanto: entre la vergüenza francesa y la gloria española

 Parafraseando a san Jerónimo, podríamos decir que, a mediados del siglo XV, “el mundo se despertó musulmán”. En efecto, el gigante dormido del Islam se levantó en el terrible Imperio Otomano, que comenzó a devastar África, Asia y Europa Central, llegando hasta las puertas mismas de Occidente. El avance fue tan rápido e inesperado que ni los papas ni los reyes cristianos reaccionaron contra el enemigo común, como antaño lo habían hecho en las Cruzadas.

 En 1453, Mohamed II se apoderó de la capital del cristiano Imperio Romano de Oriente, Constantinopla, transformando la basílica de Santa Sofía en gran Mezquita (lo que volvió a hacer Erdogan el año pasado). Diez años después caían Bulgaria, Serbia, Belgrado y Croacia. Al mismo tiempo, la ola turca avanzó sobre Grecia, asegurándose la isla de Eubea, Atenas y todo el Peloponeso. No tardaron en cruzar el Adriático y desembarcar en la ciudad italiana de Otranto, destruyéndola y masacrando a toda la población en 1481.

Imperio otomano en verde y el imperio español en rojo.

 A su vez, los otomanos conquistaron a los mamelucos de Egipto (1517), adueñándose de Túnez y Argel, y haciendo que los “moderados” se volviesen más fanáticos que antes. Así avanzaron sobre Palestina y Arabia, y proclamaron en La Meca a Selim, como único sultán del imperio.

 Dos años después atacaron el corazón de Europa Central: Belgrado, que luego de varios intentos, cayó bajo el poder mahometano. Lo mismo pasó en la isla de Rodas, a pesar de la heroica resistencia de los Caballeros de San Juan. Para 1526 los tenemos instalados en Budapest, previo asesinato del rey Luis de Hungría. Rumania, Albania y la Calabria italiana fueron arrasadas, hasta que les llegó el turno a los franceses de Niza y Toulón. Le siguieron las islas mediterráneas de Córcega, Elba y Menorca. El broche de oro fue Chipre, bastión católico desde la época de las Cruzadas, que capituló en 1570 con una espantosa matanza. Tampoco se salvó el Adriático, desde Corfú hasta Venecia se multiplicaron las incursiones islamitas y comenzó a peligrar la misma Roma.

 En poco más de un siglo, la Cristiandad había quedado reducida a “un cantón de Europa”, como dice el historiador Jean Dumont, sin que nadie pudiese detener la embestida turca; las ciudades conquistadas quedaban bajo dependencia directa del Sultán.

 Para peor, con los cristianos capturados, los otomanos crearon dos inmensos campos de concentración y tráfico de esclavos en Túnez y en Argel, donde se llegó a tener más de un millón de cautivos. En aquella época, los prisioneros eran obligados a remar como galeotes bajo las órdenes del Sultán; cuando su cuerpo extenuado no respondía más, una cimitarra les cortaba la cabeza y sus despojos eran arrojados al mar. Otros cautivos de mayor categoría se convertían en preciados rehenes del chantaje turco, pidiendo por su liberación exorbitantes sumas de dinero o vendiéndolos como esclavos a otros cofrades. Tal fue el caso del pobre Cervantes, cautivo en Argel, vendido luego a un renegado que lo maltrató con trabajos forzados y reclusión, hasta que otros cristianos pagaron su rescate.


Doble vergüenza

 Ahora bien, el avance del Islam no hubiera ocurrido, sin la fundamental colaboración proporcionada nada menos que por un reino católico, Francia. Como bien lo denuncia y prueba el mencionado Jean Dumont en su magnífico libro de Lepanto, la historia oculta. En efecto, la información, el material bélico, los barcos y hasta el dinero para financiar la flota enemiga durante el avance fueron suministrados en gran parte por Francisco I, Enrique II y Carlos IX sucesivamente. Estos monarcas se convirtieron en cómplices y protagonistas de la expansión turca. Veamos algunas de sus perlitas…

 Desde que Carlos V fue elegido cabeza del Sacro Imperio, Francisco I, decepcionado, comenzó a desarrollar una política anti-española, y por lo tanto, anti-católica, llevando a la Hija Mayor de la Iglesia a tocar fondo, al traicionar de raíz su vocación primordial. Por empezar, a partir de 1520, el rey francés alentó cuanta sublevación mora se produjo en suelo español, pasando luego a mayores, con el establecimiento de una alianza ofensiva entre Francia y el Islam, contra la Cristiandad.

 Apoyando la rápida conquista del sultán Solimán en Europa, Francisco I se convirtió en su aliado principal, con el único objetivo de jugarle una mala pasada a su rival Carlos V, emperador de la casa de Austria. Su ceguera quedó en evidencia cuando hasta los mismos príncipes luteranos condenaron la traición francesa y auxiliaron a los españoles en defensa de Viena, salvando así la capital asediada de las garras otomanas. No obstante, los alemanes no vacilarán luego en unirse al Islam contra el catolicismo.

El rey de Francia Francisco I se alía con el turco Solimán el Magnífico.

 En 1535, Carlos V organizó una cruzada para rescatar a los cautivos de Túnez, plaza fuerte de Barbarroja, almirante de Solimán. Al llamado del emperador concurrieron los ejércitos pontificios, el rey de Portugal, los Caballeros de Malta y hasta ¡Francisco I dio su palabra! Aunque ni bien recibió la confidencia, envió un agente secreto al almirante berberisco para revelar el plan católico. Con todo, y pese a su traición, la incursión tuvo éxito y más de 20.000 cristianos fueron liberados.  

 Lamentablemente, no solo el poder político, sino también el eclesiástico estuvo comprometido a favor del Islam. Los turcos consiguieron la complicidad de algunos obispos galicanos, como fue el conocido caso de Mons. Pellicier de Montpellier, quien se desvivió por complacer al Sultán. Así, mientras Carlos V planeaba una nueva irrupción en Argel para liberar más cautivos, “los agentes secretos de Francisco I -especialmente el obispo Pellicier- mantuvieron informado a Barbarroja de los movimientos de la flota española”, nos revela Dumont. Así, el ataque fracasó y los cristianos debieron continuar sufriendo su calvario gracias a un prelado seudo-católico que, si bien había sido destituido por Roma, se mantenía en sus trece con apoyo del monarca.


El Pachá a las órdenes francesas

 Como si esto fuera poco, en 1543 Solimán escribía a su amigo Francisco I: “Te he concedido mi temible flota, equipada con todo lo necesario. He ordenado a Barbarroja, mi ‘Kapudán Pachá’ (almirante en jefe) que escuche tus instrucciones” (Sic!). Ahí lo tenemos… ¡el rey de Francia convertido en comandante de la flota islámica! En efecto, bajo sus órdenes, Barbarroja arrasó la costa siciliana y luego se dirigió a Marsella, donde su tropa fue agasajada con regalos. El Pachá turco recibió una espada de honor en nombre del rey, de la que más tarde se sirvió para degollar cristianos de Niza.

 Más aún, Francisco I concedió a la escuadra islamita, el puerto militar de Toulón como refugio para pasar el invierno, haciendo expulsar manu militari a gran parte de la población cristiana con el fin de dar “acogida” a 30.000 “huéspedes” musulmanes. Desde allí, Barbarroja aumentó sus saqueos en la costa mediterránea con el guiño del rey francés.

 Cuando la situación se volvió escandalosa y las protestas francesas se tornaron violentas en el mismo puerto, Francisco I, asustado, se vio obligado a comprar la retirada de Barbarroja y los suyos. No le fue nada fácil, ya que el Pachá era un especialista en chantaje y puso un alto precio a su partida: 800.000 escudos de oro (suma que sobrepasaba el valor de Toulón). El rey terminó, prisionero en su propia trampa, acabó desembolsando hasta el último escudo. Días después, la escuadra turco-franca, se retiró devastando a su paso las costas de Nápoles, Sicilia, Calabria y Cerdeña, al abrigo de galeras flordelisadas cargadas de cristianos cautivos. Cuando llegaron a Constantinopla, Solimán los recibió como verdaderos héroes.

 Para la Europa cristiana, la alianza franco-islamita fue un escándalo mayúsculo. En una declaración oficial, los protestantes de la Dieta de Spira, expresaron su rechazo visceral: “El rey de Francia es tan enemigo de la Cristiandad como los propios turcos”. Y hasta Enrique VIII se solidarizó con Carlos V, renovando viejas alianzas.

 Luego de la muerte del rey francés, Enrique II continuó con la política traidora de su padre, entregando en 1552 material bélico a los berberiscos de Argel, con el fin de realizar operaciones navales conjuntas contra Nápoles. La intención galicana del nuevo monarca era impedir el Concilio de Trento, cuya participación ya había prohibido a los obispos franceses. Sin embargo, la realidad se le impuso y, asustado por el desastre de sus tropas en San Quintín[2], el rey recapacitó dejando atrás su alianza con los turcos. No obstante, el daño ya estaba hecho.

 Con la asunción de Carlos IX en 1568, los hugonotes antiromanos volvieron al poder y con ellos la nefasta política pro-islam. En este marco, fue enviado a Constantinopla el obispo de Dax, Mons. Noailles, para tratar con el sultán Selim II, quien llegó a firmar un acuerdo franco-turco para atacar el alma de la Cristiandad: Roma. Aunque la ofensiva no llegó a consumarse, el rey francés se dio el gusto de humillar a San Pío V, enviándole como embajador al traidor Noailles, a pesar de haber sido desposeído de su investidura y declarado “herético notorio” por el Santo Padre.

   Como bien apunta Dumont, “el turquismo y el galicanismo siempre fueron consustanciales” en su odio contra la Cristiandad cristalizado en el contubernio de Francia y el Islam, con la complicidad de algunos príncipes protestantes.


La Liga Católica

 Mientras tanto en Occidente se preparaba “el ejército de los santos y la nube de las oraciones…”, como dice bellamente Braudel. San Pío V había hecho un llamamiento a la cruzada en 1570 para formar una Liga Santa contra el turco.

 Ante todo, el Papa dirigió una súplica in extremis al rey de España, Felipe II: “De ti en primer lugar, muy querido hijo de Cristo, imploramos la ayuda y el auxilio. Tu Madre, la Santa Iglesia, se postra ante ti gimiendo y llorando”. El monarca, con una cosmovisión verdaderamente “católica”, más aun si tenemos en cuenta que no había terminado de sofocar las revueltas moriscas de Granada, escribió sin dudar: “Los intereses de la Iglesia están por encima de los míos. He decidido emplearme en hacer realidad la alianza que deseáis, dando instrucciones para que se trabaje en ello. ¡Que el Señor guarde a Vuestra Santidad y haga crecer la prosperidad de la Iglesia Católica!”.

 De manera similar respondieron los venecianos y la soberana Orden de Malta, expertos en combates navales. Apoyo menor dio el Duque de Saboya y del Piamonte, como también Génova, Mantua, Luca, Toscana, Ferrara, Cerdeña, Milán y Sicilia… pequeños reinos y ducados que habían sufrido las acechanzas sarracenas y que decidieron sumarse hasta formar ¡una Italia! Desde el punto de vista político y nacional, la alianza de italianos y españoles contra el Islam, fue una novedad absoluta y de muchísima importancia.

 La unión hizo la fuerza, formándose una invencible “trilateral católica” financiada principalmente por España, seguida de Venecia y el resto por los Estados Pontificios.

 Así, el 25 de mayo de 1571, el Santo Padre proclamaba solemnemente la cruzada desde la Basílica de San Pedro… sin la presencia de Francia en la Liga Santa ¡Vergüenza histórica! Más aún si tenemos en cuenta que, cuando san Pío V había enviado al cardenal Alexandrini para pedirle a Carlos IX su participación, el rey se dio el gusto de rechazar la oferta en “virtud de los tratados y alianzas de comercio con los turcos que acaba de renovar” (Sic!). Una vez más, la Hija Mayor de la Iglesia renegaba de su Madre… y del “Señor de la Historia”, que le daba otra oportunidad para que inscribiese una nueva gesta en el Libro de la Vida.

 En el Juicio de las Naciones se le pedirá cuenta. Mientras tanto, la monarquía pagó con su sangre y la de su pueblo, que incluso actualmente debe resignarse a que los mismos puertos facilitados entonces a la flota turca, como Marsella, Niza y Toulón…, se hayan vuelto los principales bastiones musulmanes, con barrios fuera de la ley, donde ni la policía consigue entrar.

Cuyo nombre era Juan…

 Teniendo en cuenta la participación de dinero, hombres y barcos, el mando general correspondía a los españoles; Felipe II propuso a su hermanastro, Don Juan de Austria, hijo natural de Carlos V, de tan solo 26 años. Un joven apuesto con gran liderazgo, que ya había provocado serias derrotas a los turcos; además de contar con las cualidades necesarias para el cargo: “piadoso, apasionado, valiente y seductor y de gran capacidad diplomática y militar”. Por su parte los genoveses y venecianos contaban con almirantes de muchísima mayor experiencia y carrera militar. Y como San Pío V había convocado a la Cruzada, a él correspondía zanjar la delicada cuestión, que no parecía ser tan evidente. El tiempo apremiaba y, mientras se asesoraba, el Papa no dejó de rezar suplicando al cielo una señal que lo ayudase en la elección correcta.

Don Juan de Austria por Alonso Sánchez Coello (1567)

Un día, al finalizar la Misa, tuvo una inspiración divina mientras recitaba en silencio el último Evangelio: “Hubo un hombre, enviado de Dios, cuyo nombre era Juan…” Por unos instantes no pudo continuar, el tiempo quedó suspendido, hasta que retomó la lectura con una leve sonrisa. El versículo le había iluminado su inteligencia confirmándole al príncipe Juan como Generalísimo de la Santa Liga.

 Al arsenal de Sevilla se le encargó la construcción de gran parte de la flota y del equipamiento de la Galera Real para el príncipe español: un enorme navío de 50 metros de largo con 300 remeros, rematado por un Hércules gigantesco en la proa y una estatua de la Gloriosa Virgen María en la popa. Allí debían embarcarse los retoños de la nobleza andaluza, los famosos “infantes”, como el joven Miguel de Cervantes Saavedra, de 24 años.

 Desafiando el mal tiempo, la Nave Capitana zarpó con sus galeras hacia el puerto de Mesina para reagrupar fuerzas. Sin perder tiempo, el Generalísimo logró organizar y unificar la gran flota cristiana bajo su único mando. En total 80.000 hombres, de los cuales 50.000 eran marineros y 30.000 soldados de infantería. Considerando el peligro que para una armada compuesta de diferentes reinos y ducados, representaba la multiplicidad de capitanas, que al primer desacuerdo podrían abandonar la flota; Don Juan decidió unificarlos en escuadras comunes, donde todas las fuerzas estaban mezcladas y cada uno quedaba al servicio del conjunto. Esta integración de aliados fue una extraordinaria novedad que evitó iniciativas divergentes en momentos inoportunos, dando a la armada católica una homogeneidad y solidez excepcional.

Réplica de la Nave capitana en el Museo Marítimo de Barcelona.

 La fuerza principal de la Liga era la escuadra española, con 164 barcos frente a los 134 de Venecia y los 18 del Papa -comprendidos navíos ligeros, fragatas, bergantines y otros-, aunque lo que realmente contaba eran las 208 galeras y 6 grandes galeazas con cañones bien pesados. Toda la artillería fue llevada al frente y en forma masiva. Para aumentar la potencia de fuego en las otras galeras, el Generalísimo hizo aserrar sus altos espolones, permitiendo un tiro directo y frontal, en lugar del curvo habitual. También mandó reforzar las batayolas de las galeras con paneles de madera, detrás de los cuales, los combatientes podrán protegerse de la nube de flechas envenenadas que lanzaban los turcos. No olvidemos que un arco podía tirar más de 30 flechas mientras se cargaba apenas un tiro de arcabuz.

 Así partieron las cinco escuadras con La Real en el centro; el genovés Juan Andrea Doria en el ala derecha[3] y el almirante Barbarigo a la izquierda; en segundo puesto, Marco Antonio Colonna, general de la escuadra pontificia. Y atrás, bien escondida, se reservó el non plus ultra de la flota al mando de Álvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz, “relámpago de la guerra, jamás vencido”, como lo llama Cervantes.

Con este signo vencerás…

 En Nápoles, el príncipe español recibió solemnemente el bastón de mando supremo y un inmenso estandarte de Jesús Crucificado con la inscripción constantiniana: In hoc signo vinces, bendecido por San Pío V. Al entregárselo, el cardenal repitió en latín, español y veneciano, lo que resumía el espíritu de la cruzada: “¡Toma, príncipe afortunado, la enseña del Verbo verdadero hecho Hombre! ¡Toma la imagen viva de la Santa Fe de la que, en esta empresa, tú eres el defensor! ¡Que ella te dé la victoria sobre el enemigo impío y que, por mediación de tu mano, sea abatido el soberbio!”. En cuanto se desplegó al viento el lábaro, Don Juan fue el primero en caer de rodillas, siguiéndole toda la tropa que al unísono respondió: ¡Amén!                 

Reproducción del estandarte y pendón original que blandeó en la nave capitana (Museo de la Santa Cruz, Toledo)

 Luego de ayunar tres días, confesarse y comulgar, el Generalísimo se preparó para embarcar en paz con Dios y con su alma; su piadoso ejemplo fue imitado por miles de marineros y soldados. Como si la coraza espiritual fuera insuficiente, Don Juan ató a su cuello un pequeño relicario que el Santo Padre le había obsequiado con un fragmento de la Vera Crux. Y en la punta del gran mástil de La Real hizo adosar el crucifijo milagroso que le había ofrecido su querido preceptor, Luis de Quijado.

Juan de Austria recibe de rodillas el estandarte (Fresco en Iglesia de la Visitación, Ain Karim)

 Antes de partir, el nuncio papal impartió la bendición con indulgencia plenaria para aquellos que muriesen en combate. Cada galera fue provista con un capellán -jesuita, franciscano o capuchino- que sin cesar llamaban a la oración y al arrepentimiento. Don Juan pasó una última revista a sus tropas, mientras distribuía medallas, escapularios y rosarios, diciendo: “Habéis venido aquí por voluntad de Dios, ¡Poned vuestra esperanza en el Dios de los Ejércitos!”

 Finalmente, el 16 de septiembre, zarparon en busca de la armada otomana. Durante tres semanas de mal tiempo, enviaron exploradores y pequeñas expediciones sin resultado… Hasta que el 3 de octubre un marino divisó la flota enemiga fondeada a la entrada del estrecho y profundo golfo de Lepanto[4], que separa el Peloponeso de la Grecia continental.

En rojo el itinerario de la flota católica hasta encontrar a los turcos en el Golfo de Lepanto (Patras)

Cara a cara

 Al amanecer del domingo 7 de octubre de 1571, la armada cristiana se dirigió a la batalla bajo pésimas condiciones. A causa del viento en contra y de la estrechez del canal, la flota se desunió en la entrada, necesitando tres horas para alinearse nuevamente, mientras los turcos intentaban rodearlos con sus galeras más rápidas y ligeras, impulsadas por el viento a su favor.    

 La Sultana, nave capitana comandada por Alí Pachá, estaba secundaba por otra galera con músicos, médicos, astrólogos y hasta sus dos hijos menores. Pues los musulmanes estaban tan seguros de la victoria, que festejaban por adelantado al compás del pífano y del tamboril. Parecía evidente… contaban con 120.000 combatientes y remeros, una poderosísima artillería y 230 galeras, sin contar buques de carga. En total más de ¡400 barcos! La flota más grande que hasta el momento se había visto en el Mediterráneo. Los números hablaban por sí solos: 56 galeras de Shuluk contra 53 de Barbarigo, 96 de Alí contra 62 de Don Juan; 94 de Uluj Alí contra 50 de Doria.

Pintura de Fernando Bertelli (1572)

 No obstante, la falta de unidad moral les jugaba en contra. Los jefes musulmanes apenas si estaban yuxtapuestos bajo un mando común, y su falta de cohesión también se advirtió desde el comienzo, cuando varios capitanes mudaron de parecer y se separaron de Pachá. La endeble situación, se vio agravada por el carácter opresivo del Islam, el mismo Alí se vanagloriaba de contar: “con tantos esclavos como soldados”. Es decir, una flota sometida bajo el látigo y la cimitarra. Esos esclavos eran antiguos niños raptados, a quienes agregaron como remeros un gran número de cristianos capturaros a último momento en las costas del Peloponeso.


Non plus ultra…

 Recuperando su formación inicial en cruz, las galeras cristianas lograron bloquear la abertura del embudo y encerrar al adversario en su propia guarida del golfo. Así, desplegadas en línea de batalla, cortaron la salida al mar, forzando al enemigo a una guerra de sitio, casi inmóvil, en la que los cañones, arcabuces y defensas españolas, fueron inclinando la balanza.

 Pronto la artillería pesada de las galeazas envió a pique a media docena de galeras turcas. Alí Pachá quedó impávido, no salía todavía del golpe cuando una nueva dificultad se presentó: el viento cambió repentinamente de dirección soplando del lado cristiano. Como consecuencia, el espeso y oscuro humo de los cañones, terminó cegando la visión completa de sus tiradores.

 Luego de una derrota parcial de la escuadra de Doria, La Sultana arremetió su espolón contra La Real, empotrándose hasta la cuarta fila de remos. La situación se volvió dificilísima para los cristianos en una lucha cuerpo a cuerpo. Espada en mano, Don Juan debió entrar en combate, siendo herido levemente. Fue en ese momento límite, cuando apareció la reserva, el non plus ultra con las banderas desplegadas de la Inmaculada Concepción, dando la victoria definitiva.

 Ni bien los españoles se apoderaron de La Sultana, hicieron izar en el mástil el estandarte de la Santa Liga, arriando el del profeta. Para Alí Pachá fue el fin, algunos dicen que se suicidó, otros que murió en combate. La galera de los músicos con sus hijos fue capturada, la escuadra de Uluj Alí huyó despavorida con 50 galeras, pero el Marqués de Santa Cruz y Doria se lanzaron a su persecución, logrando hundirle la mitad de los barcos.

 La victoria cristiana fue aplastante: de las 230 galeras turcas, solo 30 volvieron a Constantinopla, 155 fueron capturadas y el resto quedó hundido bajo las aguas. Unos 30.000 musulmanes murieron en combate y 5.000 terminaron prisioneros. Mientras que 15.000 galeotes cristianos fueron liberados, en medio de una alegría inimaginable.

 Don Juan por su parte, debió lamentar la pérdida de 15 galeras, 8.000 caídos y más de 21.000 heridos que llevaron orgullosos la cicatriz de su victoria. Tal fue el caso del autor del Quijote de la Mancha, conocido también como “el manco de Lepanto” por haber quedado inmovilizado de brazo, mientras 40 compañeros y el propio capitán de su galera, perdieron la vida. El sacrificio heroico de tantos había valido la pena. El mar, enrojecido de sangre, era de nuevo ¡cristiano!


Non nobis… 

 Terminemos con unas palabras para quien fuera el alma de la cruzada: San Pío V. Un hijo de pobres -su familia había sido saqueada por las incursiones islámicas-, convertido luego en dominico. Viajaba siempre de a pie con sus alforjas al hombro y ya siendo Papa, continuó con la costumbre. Durante la preparación y el desarrollo de la batalla hizo doblegar los rezos con las Cuarenta Horas, multiplicando procesiones presididas por él, donde siempre se lo vio descalzo. Como buen hijo de Santo Domingo, no dejó de desgranar su Rosario, popularizándolo entre los cristianos de Roma y del mundo entero.

 Gracias a la familiaridad que tenía con el mundo sobrenatural, fue favorecido por una visión milagrosa de la victoria en el mismo instante en que se daba en Lepanto ¡A unos 1.000 km. del Vaticano! Aquel 7 de octubre, mientras examinaba unas cuentas con varios prelados: “De repente, -cuanta su tesorero Busotti- como movido por un impulso invencible, se levantó, se acercó a una ventana, la abrió y miró hacia el Oriente… quedándose en contemplación. Después se volvió hacia sus visitantes y, con los ojos todavía brillantes por el éxtasis, dijo: ‘No nos ocupemos más de estos negocios, vayamos a dar gracias a Dios. La armada cristiana acaba de conseguir la victoria’”. Despidiéndolos rápido, se dirigió a su oratorio privado para sumirse en profunda acción de gracias en medio de una emoción indescriptible.

San Pio V y la visión de la Victoria. Basílica de Maria Auxiliadora, Turín.

Diecisiete días después, el 24 de octubre, un correo nocturno llegó a Roma, enviado por el dogo de Venecia, uno de los primeros en recibir la buena nueva. Como bello símbolo del anuncio, el mensajero desembarcó de la galera Arcángel Gabriel. Y a pesar de la hora inoportuna, se lo condujo ante el Papa para confirmar en la tierra lo que el cielo ya le había adelantado.

 De inmediato el Santo Padre ordenó despertar a todos los huéspedes del Vaticano para convocarlos en la capilla a fin de glorificar a Dios: “El señor ha escuchado la súplica de los humildes y no ha desdeñado su petición. ¡Qué estos hechos sean escritos para la posteridad y que los pueblos que han de venir alaben al Señor!”, exclamó mirando a lo alto. Al día siguiente, Roma despertó con alegría al repique de todas las campanadas, mientras se entonaban los Te Deum.

 Fiel al Rosario, San Pío V atribuyó el éxito de Lepanto a la intercesión de la Virgen María, añadiendo a las letanías lauretanas otra invocación: Auxilium Christianorum, ora pro nobis! Además, estableció, el 7 de octubre como fiesta en honor de Nuestra Señora de la Victoria que luego se extendió a toda la Iglesia con el nombre de Nuestra Señora del Santo Rosario, quedando así para la posteridad.

 A su vez, los cristianos en medio de la batalla también habían interpretado el repentino cambio del viento como un hecho sobrenatural, un guiño milagroso del Cielo a su favor, dado por el rezo del Rosario. Fue por ello que el Senado de Venecia hizo grabar en la famosa pintura de Lepanto encargada para el salón de sesiones: “Non virtus, non arma, non duces, sed Maria Rosarii victores nos fecit”, “No fue el valor, ni las armas, ni los jefes, sino María del Rosario la que nos hizo victoriosos”.

San Pio V y la visión de la Victoria. Basílica de Maria Auxiliadora, Turín

 Santo Cristo de Lepanto que presidió la Nave Capitana. (Catedral de Barcelona). Se dice que en plena batalla, esquivó una bala de cañón y a eso se debe la inclinación de su cuerpo.

La gloria

 Comenta el historiador Braudel “Esta victoria aparece como el fin de una miseria, el fin de un verdadero complejo de inferioridad de la Cristiandad y de una primacía turca (…) El peso inmediato de la jornada, fue enorme”. Las fiestas en acción de gracias se sucedieron incesantemente por doquier, ya que “La Cristiandad no cabía en sí de gozo”.

Tumba de Don Juan de Austria en el Escorial, muerto a los 33 años. Con la inscripción en mármol: “Fuit homo missus a Deo, cui nomen erat Joannes” (Jn, I, 6)

 Por su parte, Jean Dumont hace un sentido y vergonzoso mea culpa de su patria: “A nosotros los franceses, nos queda el dolor por no haber participado, como estado, en este salvataje glorioso de la Cristiandad. E incluso por haber hecho todo lo posible -nuestros reyes, políticos y obispos-, para impedirlo”.

 Para España, Venecia y la Iglesia, Lepanto fue la gloria. El Mediterráneo volvió a recuperar la paz y tranquilidad por un largo tiempo. La flota turca dejó de ser una fuerza de asalto y conquista, y quedó a la defensiva. Los otomanos de Constantinopla entraron en pánico, incluso se temió la llegada de la armada española a las puertas de la capital turca.

 En fin, habría mucho más para decir, pero terminemos con la lección que un 7 de octubre nos dejó san Pío X, al afirmar rotundamente: “Denme un ejército que rece el Rosario y vencerá al mundo”. Hoy más que nunca, desde las costas francesas, necesitamos de “un ejército de santos y una nube de oraciones…” que salven por una segunda vez lo poco que queda de Cristiandad. 


Fuente: quenotelacuenten.org

domingo, 28 de abril de 2024

El día que Juan Manuel de Rosas conoció a Charles Darwin

 Es de público conocimiento la expedición militar a la Patagonia que emprendió Julio Argentino Roca entre 1878 y 1885, que años después pasaría a la historia como Conquista del Desierto y que al día de hoy genera debates enardecidos. Pero antes de ella existió una liderada por Juan Manuel de Rosas entre 1833 y principios de 1834 de la que poco se habla.

Luego de finalizar su primer mandato como gobernador de Buenos Aires, entre 1829 y 1832, el Restaurador de las Leyes había rechazado volver al poder porque se le había negado la suma del poder público y las facultades extraordinarias. Casi sabiendo que lo mejor era esperar a que se calmen las aguas, decidió emprender una travesía por el sur de la Provincia y parte de la Patagonia donde conoció ni más ni menos que a Charles Darwin.


Un inglés en la Patagonia


Darwin, quien por aquel entonces tenía 22 años, se emprendió en un viaje desde diciembre de 1831 a octubre de 1836 donde recorrió el mundo al bordo del Beagle, de la Marina Real Británica, capitaneado por Robert Fitz Roy. A comienzos de 1833 el barco lo dejó en la desembocadura del Río Negro, lo que hoy es parte de la Patagonia argentina.

Cabalgó desde Carmen de Patagones hasta el Río Colorado donde se encontró con nada más, y nada menos, que el campamento de Rosas. Aquel ejército que comandaba el oriundo de Buenos Aires tenía como objetivo despejar a los indios y asegurar la frontera. En 1839 el inglés publicó Viaje de un naturalista alrededor del mundo donde describió su primera impresión de lo que vio:


"Seguramente los soldados de ningún otro ejército han tenido tal apariencia de bandidos y villanos".


A la izquierda el general Juan M. de Rosas. A la derecha el naturalista inglés Charles Darwin. Abajo el mapa de la 1ra. Campaña al desierto (1833), capitaneda por el propio Rosas.


 El general Rosas deseaba conocerlo y él aceptó. Darwin diría sobre él: "Un hombre de un carácter extraordinario, que ejerce una notable influencia en este país, al que probablemente terminará gobernando. Ha obtenido una popularidad sin límites y, en consecuencia, un poder despótico".

Primera conquista del Desierto


El mismo Rosas también habló de aquella reunión: "Seguramente acostumbrado a sus costumbres europeas, le impresionó ver a soldados negros y mestizos, muchos mal vestidos, y no entendió a los indígenas que se bebían la sangre de las reses que se carneaban. Es la vida del desierto, míster Darwin, le expliqué. Tampoco le entró en la cabeza por qué degollábamos a los prisioneros, me dijo que era inhumano. Le aclaré que no siempre era así, y le conté de mi pacto con los tehuelches, a los que acordé pagarle por indio que pasasen a mejor vida".


Del encuentro el naturalista se llevó un pasaporte que le otorgó Rosas y que podía usar en los puestos militares del gobierno bonaerense. De esta forma logró cruzar las pampas en dirección al Río de la Plata.


Pasó unos días en Buenos Aires antes de viajar a Santa Fé y volvió navegando por el Paraná. Al regresar se encontró que los simpatizantes de Rosas habían sitiado la Provincia. Darwin pudo pasar pasar cuando mencionó que había sido huésped del general y en los primeros días de diciembre emprendió un nuevo viaje rumbo a Puerto Deseado.


La campaña militar de Rosas


Alan Moorehead, autor de Darwin: la expedición en el Beagle 1831-1836, menciona lo que fue esta expedición militar al sur y el encuentro entre ambos: "El general mismo era tan extravagante y aficionado a los caballos como sus hombres. Llevaba en su séquito una pareja de bufones para divertirse y tenía fama de ser muy peligroso cuando sonreía; en esos momentos era capaz de ordenar que un hombre fuese fusilado o estaqueado. Existía en las pampas una prueba de equitación. Se colocaba un hombre en un larguero encima de la entrada del corral y se hacía salir a un caballo salvaje, sin silla ni freno; el hombre caía en el lomo del animal y lo montaba hasta que se detenía. Rosas podía realizar tranquilamente esta hazaña. No obstante, era un hombre venerado y obedecido; estaba destinado a ser dictador de Argentina durante muchos años".


En otro párrafo agrega: "La táctica de su campaña contra los indios era muy simple. Rodeaba a los que estaban dispersos por la pampa, pequeñas tribus de un centenar de individuos que vivían cerca de las salinas o lagos salados y, cuando los que huían de él habían sido concentrados en un lugar, procuraba matarlos a todos. No había muchas posibilidades de que los indios huyesen al sur del río Negro, pues tenía un acuerdo con una tribu amiga, en virtud del cual se obligaban a asesinar a todos los fugitivos que se cruzasen en su camino. Estaban muy ansiosos por cumplir, decía Rosas, porque les había anunciado que mataría a uno de su propio pueblo por cada indio rebelde que se les escapara".


El origen de las especies de Darwin


"Durante la estancia de Darwin, el campamento era un continuo hervidero. A cada hora llegaban rumores de escaramuzas. Un día vino la noticia de que uno de los puestos de Rosas, en la carretera a Buenos Aires, había sido arrasado", agregó.


Lo cierto es que aquel encuentro pasó a la historia, así como sus protagonistas. El 24 de noviembre de 1859, Darwin publicó en la editorial John Murray de Londres su mítico libro El origen de las especies y Rosas volvió a gobernar en Buenos Aires hasta el 3 de febrero de 1852 cuando cayó en la famosa batalla de Caseros.



Fuente: canal26

sábado, 23 de marzo de 2024

Antigüos "dioses" venidos de otros mundos también gobernaron el antigüo Egipto, durante milenios, según el papiro de Turín

La Lista de Reyes de Turín hallada en antiguos papiros egipcios revela que misteriosos seres descendieron del cielo y gobernaron durante 36.000 años. ¿Quiénes eran esos personajes que se instalaron como «reyes» durante miles de años en el antiguo Egipto? Durante casi cien años, los arqueólogos han intentado reunir fragmentos de este documento de 3.000 años de antigüedad escrito en un tallo de papiro. El documento egipcio enumera todos los reyes egipcios y la época en que gobernaron. Reveló algo que conmocionó a la sociedad de historiadores hasta la médula: la historia oculta en el antiguo Egipto. Según un antiguo texto, hubo una época en el antiguo Egipto, antes de que la tierra de los faraones estuviera gobernada por mortales, en la que unos seres venidos de los cielos reinaban sobre la tierra. Estos seres misteriosos son conocidos como «dioses» o «semidioses» que vivieron y gobernaron el antiguo Egipto durante miles de años.

La Lista de Reyes de Turín

Es un canon de las escrituras del periodo ramésida. Un «canon» es básicamente una colección o lista de escrituras o leyes generales. El término procede de una palabra griega que significa «regla» o «vara de medir». La Lista de Reyes de Turín, también conocida como Canon Real de Turín, es un papiro hierático que se cree que data del reinado de Ramsés II (1279-13 a. C.), tercer rey de la XIX Dinastía del antiguo Egipto. El papiro se encuentra actualmente en el Museo Egizio de Turín. Se cree que el papiro es la lista de reyes más extensa recopilada por los egipcios, y es la base de la mayor parte de la cronología anterior al reinado de Ramsés II.

Papiro que contiene la Lista de reyes egipcios, que se encuentra en un museo de la ciudad de Turín (Italia)


 De todas las listas de reyes del antiguo Egipto, la de Turín es posiblemente la más importante. Aunque ha sufrido muchos daños, proporciona información muy útil para los egiptólogos y también se ajusta en cierta medida a la recopilación histórica de Manetón sobre el antiguo Egipto. La Lista de Reyes de Turín fue escrita en un antiguo sistema de escritura cursiva egipcia llamado hierático, dicho papiro fue adquirido en Tebas por el diplomático y explorador italiano Bernardino Drovetti, en 1822, durante sus viajes a Luxor. Aunque al principio estaba casi intacto y se guardó en una caja junto con otros papiros, el pergamino se desmenuzó en muchos fragmentos cuando llegó a Italia, y hubo que reconstruirlo y descifrarlo con mucha dificultad. El egiptólogo francés Jean-François Champollion (1790-1832) ensambló por primera vez unas 48 piezas del rompecabezas. Más tarde, el arqueólogo alemán y estadounidense Gustavus Seyffarth (1796-1885) reunió otro centenar de fragmentos. Los historiadores siguen encontrando y reconstruyendo los fragmentos que faltan de la Lista del Rey de Turín. Una de las restauraciones más importantes fue la realizada en 1938 por Giulio Farina, director del museo, pero en 1959, Gardiner, el egiptólogo británico, propuso otra colocación de los fragmentos, incluidas las nuevas piezas recuperadas en 2009.

Formada ahora por 160 fragmentos, a la Lista del Rey de Turín le faltan básicamente dos partes importantes: la introducción de la lista y el final. Se cree que el nombre del escriba de dicha Lista podría encontrarse en la parte de la introducción.

¿Qué es la Lista de Reyes de Turín?

Las listas de reyes del antiguo Egipto son listas de nombres reales que los antiguos egipcios registraban en algún tipo de orden. Estas listas solían encargarlas los faraones para presumir de la antigüedad de su sangre real, mediante la enumeración de todos los faraones que la componían, en un linaje ininterrumpido (una dinastía). Aunque en un principio pudiera parecer la forma más útil de rastrear el reinado de los distintos faraones, no era muy exacta porque los antiguos egipcios son famosos por omitir información que no les gustaba, o exagerar la que creían que les hacía quedar bien. Se dice que estas listas no pretendían proporcionar información histórica, sino más bien una forma de «culto a los antepasados». Si recuerdas, sabemos que los antiguos egipcios creían que el faraón era una reencarnación de Horus en la tierra y que se identificaría con Osiris tras la muerte.

La forma en que los egiptólogos utilizaban las listas era comparándolas entre sí, así como con los datos recogidos por otros medios, para luego reconstruir el registro histórico más lógico. Las Listas Reales que conocemos hasta ahora incluyen: Lista Real de Tutmosis III de Karnak; Lista Real de Sety I en Abydos; La Piedra de Palermo; Lista real de Ramsés II en Abidos; Tabla de Saqqara de la tumba de Tenroy; Canon real de Turín (lista de reyes de Turín); Inscripciones en las rocas de Wadi Hammamat

¿Por qué la Lista Real de Turín es tan especial en egiptología? Todas las demás listas se grabaron en superficies duras destinadas a durar muchas vidas, como paredes de tumbas o templos o sobre rocas. Sin embargo, una lista de reyes fue excepcional: la Lista de Reyes de Turín, también llamada Canon Real de Turín, que se escribió en papiros en escritura hierática, mide aproximadamente 1.7 metros de largo. A diferencia de otras listas de reyes, la de Turín enumera a todos los gobernantes, incluidos los menores y los considerados usurpadores. Además, registra con precisión la duración de los reinados. Esta lista de reyes parece haber sido escrita durante el reinado de Ramsés II, el gran faraón de la XIX dinastía. Es la lista más informativa y precisa y se remonta hasta el rey Menes. No se limita a enumerar los nombres de los reyes, como hacían la mayoría de ellas, sino que ofrece otros datos útiles como: la duración del reinado de cada rey en años, en algunos casos incluso en meses y días. Indica los nombres de reyes omitidos en otras listas de reyes. Agrupa a los reyes por ubicación y no por cronología. Incluso enumera los nombres de los gobernantes hicsos de Egipto.

Se remonta a un extraño periodo de tiempo en el que dioses y reyes legendarios gobernaban Egipto. Entre estos, el último punto es una parte intrigante no resuelta en la historia de Egipto.

La parte más intrigante y controvertida del Canon Real de Turín habla de dioses, semidioses y espíritus de los muertos que gobernaron físicamente durante miles de años. Según Manetón, el primer «rey humano» de Egipto, fue Mena o Menes, en el año 4.400 a. C. (naturalmente que los «modernos» han desplazado esa fecha por otras mucho más recientes). Este rey fundó Menfis, habiendo desviado el curso del Nilo, y estableció allí un servicio de templo. Antes de este momento, Egipto había sido gobernado por dioses y semidioses, según informa R. A. Schwaller de Lubicz, en «Sacred Science: The King of Pharaonic Theocracy» donde se hace la siguiente afirmación:

Obviamente, estas dos líneas finales de la columna, que parecen representar un resumen de todo el documento son extremadamente interesantes y nos recuerdan a la Lista de Reyes Sumerios. Naturalmente, esa ciencia moderna materialista, no puede aceptar la existencia física de Dioses y Semidioses como reyes, y por lo tanto descarta esas líneas de tiempo. Sin embargo, estas líneas de tiempo – «Larga lista de Reyes» – son (parcialmente) mencionadas en varias fuentes creíbles de la Historia, incluyendo en otras Listas de Reyes Egipcios.

El misterioso reinado egipcio descrito por Manetón, historiador de Egipto

Si hemos de permitir que Manetón, sacerdote principal de los templos malditos de Egipto, hable por sí mismo, no tenemos más remedio que recurrir a los textos en los que se conservan fragmentos de su obra. Uno de los más importantes es la versión armenia de la Crónica de Eusebio. Comienza informándonos de que está extraída «de la Historia egipcia de Manetón, que compuso su relato en tres libros. Éstos tratan de los dioses, los semidioses, los espíritus de los muertos y los reyes mortales que gobernaron Egipto«. Citando directamente a Manetón, Eusebio comienza por enumerar una lista de dioses que consiste, esencialmente, en la conocida Enéada de Heliópolis: Ra, Osiris, Isis, Horus, Set, etcétera. Estos fueron los primeros en dominar Egipto. El total de todos estos periodos suma 24.925 años. En particular, se dice repetidamente que Manetón dio la enorme cifra de 36.525 años para toda la duración de la civilización de Egipto desde la época de los dioses hasta el final de la 30ª (y última) dinastía de reyes mortales.

¿Qué descubrió el historiador griego Diodoro Sículo sobre el misterioso pasado de Egipto?

La descripción de Manetón encuentra mucho apoyo entre muchos escritores clásicos. En el siglo I a. C., el historiador griego Diodoro Sículo visitó Egipto. C.H. Oldfather, su traductor más reciente, lo describe acertadamente como un recopilador acrítico que utilizó buenas fuentes y las reprodujo fielmente. En otras palabras, lo que esto significa es que Diodoro no intentó imponer sus prejuicios e ideas preconcebidas sobre el material que recopiló. De ahí que nos resulte especialmente valioso porque entre sus informantes figuraban sacerdotes egipcios a los que interrogó sobre el misterioso pasado de su país. Esto es lo que le contaron a Diodoro: «Al principio, dioses y héroes gobernaron Egipto durante algo menos de 18.000 años, siendo el último de los dioses en gobernar fue Horus, el hijo de Isis… Los mortales han sido reyes de su país, dicen, durante algo menos de 5.000 años».

¿Qué descubrió Heródoto sobre el misterioso pasado de Egipto?

Mucho antes que Diodoro, Egipto fue visitado por otro historiador griego más ilustre: el gran Heródoto, que vivió en el siglo V a. C. Al parecer, también él se relacionó con sacerdotes y consiguió sintonizar con las tradiciones que hablaban de la presencia de una civilización muy avanzada, en el valle del Nilo, en una fecha indeterminada de la antigüedad remota. Heródoto esboza estas tradiciones de un inmenso periodo prehistórico de civilización egipcia en el Libro II de su Historia.


En el mismo documento nos transmite también, sin comentario alguno, una peculiar pepita de información que se había originado entre los sacerdotes de Heliópolis: «Durante este tiempo, dijeron, hubo cuatro ocasiones en las que el sol salió de su lugar acostumbrado – dos veces saliendo por donde ahora se pone, y dos veces poniéndose por donde ahora sale».

Zep Tepi – la «Primera Vez» en el antiguo Egipto

Los antiguos egipcios hablaban del Primer Tiempo, Zep Tepi, cuando los dioses gobernaban en su país: decían que fue una edad de oro durante la cual las aguas del abismo retrocedieron, la oscuridad primordial fue desterrada y a la humanidad, emergiendo a la luz, se le ofrecieron los dones de la civilización. También hablaban de intermediarios entre los dioses y los hombres: los Urshu, una categoría de divinidades menores cuyo título significaba «los Vigilantes». Y conservaban recuerdos particularmente vívidos de los propios dioses, seres poderosos y hermosos llamados Neteru, que vivían en la tierra con la humanidad y ejercían su soberanía desde Heliópolis y otros santuarios a lo largo del Nilo. Algunos de estos Neteru eran hombres y otros mujeres, pero todos poseían una serie de poderes sobrenaturales que incluían la capacidad de aparecer, a voluntad, como hombres o mujeres, o como animales, aves, reptiles, árboles o plantas. Paradójicamente, sus palabras y acciones parecen reflejar las pasiones y preocupaciones humanas. Asimismo, aunque se les presentaba como más fuertes e inteligentes que los humanos, se creía que podían enfermar -o incluso morir o ser asesinados- en determinadas circunstancias.

¿Qué habríamos aprendido sobre la «Primera Vez» si el Canon de Turín se hubiera conservado intacto? Los fragmentos conservados son tentadores. En un registro, por ejemplo, leemos los nombres de diez Neteru con cada nombre inscrito en una cartela (recinto oblongo) en un estilo muy parecido al adoptado en épocas posteriores para los reyes históricos de Egipto. También se indicaba el número de años que se creía que había reinado cada Neteru, pero la mayoría de estos números faltan en el documento dañado. En otra columna aparece una lista de los reyes mortales que gobernaron en el Alto y Bajo Egipto después de los dioses pero antes de la supuesta unificación del reino bajo Menes, el primer faraón de la Primera Dinastía, en el 3100 a. C..

A partir de los fragmentos conservados es posible establecer que se mencionaban nueve «dinastías» de estos faraones predinásticos, entre los que se encontraban «los Venerables de Menfis», «los Venerables del Norte» y, por último, los Shemsu Hor (los Compañeros, o Seguidores, de Horus) que gobernaron hasta la época de Menes. La otra lista de reyes que trata de la época prehistórica y de los reyes legendarios de Egipto es la Piedra de Palermo. Aunque no nos lleva tan atrás en el pasado como el Papiro Canon de Turín, proporciona los detalles que ponen en tela de juicio nuestra historia convencional.

Como concludión podríamos decir que las listas de reyes dejan mucho que debatir, y la Lista de Reyes de Turín no es una excepción. Aun así, hasta ahora es una de las piezas de información más útiles sobre los antiguos faraones egipcios y sus reinados.



Fuente: https://planetamaldek.com/historia-oculta/ellos-descendieron-cielo-gobernaron-antiguo-egipto-papiros-egipcios/?fbclid=IwAR2KhMQfE4kV8ZL2FoxVobp_qSRrEn3WWKV7YJfLy-A1kL2Umg42iqgxlOs


jueves, 16 de noviembre de 2023

Hace 40 años Argentina anunciaba que había enriquecido uranio y dominado el ciclo de energía nuclear

El 18 de noviembre de 1983, la Nación anunció el éxito de uno de los desarrollos tecnológicos más importantes de la historia local, que acercó a la Argentina a la soberanía en el ámbito energético. Se logró mediante un proyecto que hubo que mantener en secreto por presiones de las potencias atómicas. Sin la posibilidad de adquirir los insumos del exterior, todo se desarrolló en el país. Para ello hubo que contruir diez plantas industriales que permitieran fabricar las herramientas y tecnologías necesarias.

El 18 de noviembre de 1983, a 22 días de que Raúl Alfonsín asumiera la Presidencia, Argentina anunciaba al mundo que había logrado enriquecer uranio -y de esa forma completar el ciclo del combustible nuclear- en el país, a través de un proyecto secreto de magnitudes colosales llevado a cabo en Pilcaniyeu, a 60 kilómetros de Bariloche, que acercaba a la Nación a la soberanía en el ámbito energético y le abría las puertas al selecto "club de países" que dominaban esta tecnología sensible.


Reconocido como uno de los desarrollos tecnológicos más importantes de la historia nacional, el hito logrado por los técnicos y científicos de la Comisión Nacional de Energía Atómica (CNEA) e Invap, pese a las restricciones y presiones internacionales de las potencias nucleares, no sólo cimentó el camino para que el país avanzara en la exportación de reactores nucleares sino que tuvo efecto multiplicador sobre otros sectores y contribuyó en la creación de un ecosistema capaz de fabricar satélites, radares y otro tipo de tecnologías de punta.


El programa de enriquecimiento de uranio se puso en marcha en 1978, a propuesta de un grupo de científicos de CNEA e Invap (creada en 1976) que tuvo recepción en Carlos Castro Madero, un egresado en física nuclear del Instituto Balseiro a quien el gobierno militar había nombrado al frente de la Comisión.


Castro Madero, como "miembro de la cultura nuclear, desde el comienzo de su gestión asumió que la clave del desarrollo nuclear para un país como la Argentina era el dominio completo del ciclo del combustible nuclear", describe el investigador Diego Hurtado en su paper "Periferia y fronteras tecnológicas. Energía nuclear y dictadura militar en la Argentina (1976-1983)".


Conrado Varotto, el padre del gran logro nuclear argentino y la portada del diario Clarin del 18 de noviembre de 1983 anunciando dicho suceso.


Para este científico y miembro de la Armada, la expansión del programa nuclear se justificaba en "la necesidad de incrementar la capacidad energética del país", escribe Hurtado, y si bien señala que, "para los militares argentinos el tema nuclear se entreveraba con razones de orden geopolítico", para el entonces titular de la CNEA la razón dominante no era militar, sino económica.


"Castro Madero fue clave, porque se largó a apoyar con todo la parte de enriquecimiento de uranio. Si no fuera por él, no hubiéramos podido hacerlo", recordó Conrado Varotto, quien dirigió el Invap desde su creación, en 1976, hasta 1991, y fue el responsable del proyecto de enriquecimiento.


En diálogo con Télam, Varotto recordó que este proceso tuvo múltiples desafíos. "Desde el punto de vista técnico fue un desafío doble, porque no fue el hecho en sí de desarrollar la tecnología, sino que además había dentro de la CNEA el convencimiento de que no era una tecnología que la Argentina pudiera alcanzar".


Pero había varias razones que justificaban el intento: "La principal era que Argentina estaba entrando en el mercado de los reactores tanto de investigación como de radiación, que usan uranio enriquecido. Y había que dar confianza: si se proveían ese tipo de reactores, había que poder garantizar el suministro de combustible. Eso hizo que nos convenciéramos de que si queríamos entrar en ese mercado, teníamos que tener eso", destacó.


En ese año, 1978, Invap comenzó la construcción del reactor de investigación RA-6 en el Centro Atómico de Bariloche, y realizó su primera exportación de este tipo a Perú, país al que vendió el reactor RP-0.


Sin embargo, por considerarlo discriminatorio respecto de los países en desarrollo, la Argentina no había firmado el Tratado de No Proliferación (TNP) -que proponía crear una zona libre de armas nucleares prohibiendo su desarrollo o producción- y ello comenzó a obstaculizar la fluidez en las relaciones con las naciones que debían vender al país combustibles y tecnología nuclear.


"Era un problema entonces" cómo realizar el enriquecimiento de uranio, recordó Varotto: "Se estaba construyendo (la central nuclear de) Embalse y si ésto se daba a conocer, se podía poner en riesgo toda la provisión. Fue más problema el hecho de cómo hacerlo de forma reservada que el hecho en sí. Hubo que hacerlo bajo condiciones extremas".


El 1 de agosto de 1978 Castro Madero firmó un documento secreto autorizando los estudios de enriquecimiento de uranio; los experimentos de la primera fase comenzaron a realizarse en Villagolf, a 25 kilómetros de Bariloche (a metros del famoso Hotel Llao Llao), mientras que la CNEA había comprado un terreno en Pilcaniyeu, en un sitio aislado sobre el río Pichi Leufu, donde se construiría el complejo para el enriquecimiento de uranio.


La planta de Pilcaniyeu y la mención de la Argentina como uno de los 8 paises en el mundo que logró enriquecer Uranio con su propia tecnología y cientificos.


El desafío principal, recordó Varotto, fue "la tecnología en sí. Para desarrollar la tecnología de enriquecimiento de uranio había que tener 19 tecnologías previas, que nadie las entregaba. No solamente eran muy complicadas de desarrollar, sino que además el hecho de ni siquiera poder tener acceso a la literatura pública para no despertar sospechas fue más complejo todavía".

Así, en estricto secretismo, comenzó la titánica tarea de llevar adelante "todo lo que había que hacer para fabricar todos los componentes para enriquecer el uranio", explicó a Télam Juan Esteban Bergallo, ingeniero nuclear, investigador y docente del Instituto Balseiro, y miembro de la Gerencia del Complejo Tecnológico Pilcaniyeu.


"Se construyeron diez fábricas para elaborar cada uno de los componentes que forman parte de la planta de enriquecimiento. Se armó un complejo industrial importante con fábricas de muchas y muy distintas especialidades, trabajando todas juntas para montar esas plantas industriales que durante algún tiempo deben haber sido de las más grandes del país", sostuvo.


En la primera etapa, dimensionó Bergallo, "fueron más o menos unas 40 ó 50 personas" las involucradas en el desarrollo, aunque "cuando ya se fue a Pilcaniyeu a establecer la escala industrial, se pasó a unas 1000 personas".


Una de ellas fue Hugo Brendstrup, quien estuvo a cargo del área que coordinó "la ingeniería de todo el equipamiento. Ese proyecto se llevó adelante con tecnología propia, es decir, con una altísima componente nacional".


"Fue un proyecto muy complejo. Yo creo que en la historia de los desarrollos tecnológicos de Argentina fue el más importante. Por toda la diversidad de disciplinas que implica. Hay partes químicas, mecánicas, temas de control, problemas materiales especiales…", y "como no se podía comprar equipamiento específico ni se podía decir para qué era, importados solamente hubo algunas válvulas, alguna instrumentación, equipos de vacío, ese tipo de cosas, pero no eran específicas para el proceso de enriquecimiento de uranio".


Finalmente, se obtuvo uranio enriquecido en julio de 1983 y todo el proceso cobró un ritmo vertiginoso: Raúl Alfonsín ganó las elecciones el 30 de octubre y la existencia de la planta de enriquecimiento debía realizarse antes de que asumiera la Presidencia, el 10 de diciembre.


La forma de evitar sanciones internacionales contra el país sería, según le dijo Castro Madero al futuro mandatario en una reunión a comienzos de noviembre -mencionada en el trabajo de Hurtado-, que el propio Gobierno hiciera público el asunto y la fecha del anuncio se fijó para el 18 de noviembre.


La Argentina había demostrado tener la capacidad para desarrollar de forma autónoma el ciclo completo de la energía nuclear: desde extraer el uranio de las minas hasta utilizarlo y procesarlo, dándole un valor agregado.


"En su momento, tuvo una repercusión mundial significativa, considerando que fuimos el séptimo u octavo país en la historia de la humanidad en alcanzar el enriquecimiento de uranio con tecnología propia, desarrollada localmente y por científicos nuestros", recordó Bergallo.


Tiempo después, fueron la crisis económica y el peso de la deuda externa lo que llevó a reducir el presupuesto de la CNEA, y consecuentemente las obras y actividades.


Sin embargo, la evolución del ecosistema nuclear "se diversificó en lo que podríamos llamar 'ecosistema nuclear-espacial'", escribió recientemente Hurtado, en relación a la constelación de empresas privadas y mixtas vinculadas a campos como la nanotecnología, electrónica, comunicaciones, satelitales o espaciales que surgieron en torno a Invap y la CNEA.


"Lo primero que salta a la vista cuando se analiza la evolución temporal de estas estructuras es la presencia masiva del Estado como coordinador, empresario, inversor de riesgo, desarrollador de proveedores, impulsor de procesos de transferencia de tecnología, promotor de incentivos, garante de soberanía", describió.


Desde las valoraciones personales, "lo que siempre me impactó es cómo, en medio de este lugar en el que se piensa que solo se pueden criar ovejas, se pudo hacer una de las plantas más sofisticadas del mundo, que hoy en día tiene tecnología siglo XXII, porque la hemos puesto nosotros y seguimos trabajando", analizó Bergallo. "Y lo que hace falta es esfuerzo y voluntad, y que nos dejen trabajar. No hace falta ser un genio para hacer estas cosas, sino tener voluntad y tener tiempo".


En el mismo sentido, para Varotto el legado de este proyecto reside "lo que pueden hacer los argentinos cuando se ponen de acuerdo: cuando se tiene claridad de objetivos y continuidad de las acciones, se llega a dónde se quiere".




Fuente: https://www.telam.com.ar/notas/202311/646716-energia-atomica-uranio-argentina-aniversario.html