domingo, 29 de abril de 2012

Informe especial: el mundo al borde del abismo

 Tambores de guerra contra Irán. Pero, ¿quién los hace sonar?


 Dos grandes epidemias marcaron el siglo XIV. Una de ellas fue la peste negra. La otra fue la comercialización de la guerra.

Aunque siempre hubo mercenarios, bajo el reinado de Eduardo III de Inglaterra estos se convirtieron en la fuerza fundamental del ejército inglés, precisamente durante los primeros 20 años de lo que iba a convertirse en la Guerra de los Cien Años. Cuando Eduardo III firmó el Tratado de Bretigny, en 1360, y ordenó a sus soldados cesar la lucha y regresar a sus casas, la mayoría no tenían adonde regresar. Se habían acostumbrado a la guerra y sólo así sabían ganarse la vida. Así que se unieron en ejércitos independientes, muy justamente llamados «compañías libres», y empezaron a recorrer Francia saqueando, matando y violando.

 Uno de aquellos ejércitos era conocido como «La Gran Compañía». Se estima que contaba 16,000 soldados y era de hecho una fuerza mucho más numerosa que cualquier otro ejército nacional de la época. Atacó la sede papal de Aviñón e hizo prisionero al Papa, quien cometió entonces el error de pagar grandes sumas de dinero a los mercenarios, lo cual los incentivó aún más a seguir dedicándose al saqueo. El Papa les sugirió entonces que se fueran a Italia, donde los más enconados enemigos del propio Papa, los Visconti, dirigían Milán. Los mercenarios siguieron la proposición del Papa bajo la bandera del marqués de Monferrato, también a sueldo del Papa.

 Así empezó la pesadilla. Sólo la peste resultó más catastrófica que aquellos enormes ejércitos de bandidos que asolaron toda Europa. Era como si el Genio hubiese salido de la botella y fuese imposible volver a meterlo en ella.
  



Erik Prince, fundador y accionista mayoritario de la empresa militar privada Xe, antes conocida bajo el nombre de Blackwater. Políticamente cercano a Gary Bauer y los partidarios de Ronald Reagan. A pesar de su conversión oficial al catolicismo, Eric Prince sigue administrando la asociación de misionarios evangélicos conocida como Christian Freedom International.

 La guerra se había convertido en un negocio rentable. Las ciudades  -Estados italianas se empobrecieron a medida que el dinero de los contribuyentes servía para pagar las «compañía libres». Y como los que vivían de la guerra querían, por supuesto, seguir haciéndolo, la cosa parecía no tener fin.
 Regresemos ahora lo que estamos viviendo 650 años más tarde. Bajo la presidencia de George W. Bush, Estados Unidos decidió privatizar la invasión de Irak recurriendo a los servicios de «empresarios» privados como Blackwater, hoy rebautizada con el nombre Xe Services.

 En 2004, Blackwater obtuvo, sin licitación alguna, un contrato de 27 millones de dólares para garantizar la protección de Paul Bremen, por entonces a la cabeza de la Autoridad Provisional de la coalición en Irak. Por garantizar la protección de los funcionarios en las zonas de conflicto a partir de 2004, Blackwater recibió más de 320 millones de dólares. Y este mismo año, en 2012, la administración Obama se ha comprometido a pagar a Xe Services 250 millones de dólares para que garantice la protección en Afganistán. No se trata, por lo tanto, de una empresa más entre las muchas que se están beneficiando con la guerra.

 En el año 2000, el Project for the New American Century publicó el informe Rebuilding America’s Defenses, cuyo objetivo confeso era elevar los gastos de defensa del 3% al 3,5 o el 3,8% del Producto Interno Bruto estadounidense. En realidad, esos gastos representan actualmente el 4,7% del PIB. En el Reino Unido, nosotros gastamos al año 57,000 millones de dólares en el sector de la defensa, el 2,5% del PIB.

 Al igual que los contribuyentes de las ciudades-Estados de la Italia medieval, nuestro dinero está siendo desviado hacia el negocio de la guerra. Toda empresa tiene que reportar dividendos a sus accionistas. En el siglo XIV, los accionistas de las «compañías libres» eran los propios soldados. Si no había quien contratara la compañía para entrar en guerra con alguien, los soldados no ganaban dinero, así que tenían que buscar la manera de crear mercados por sus propios medios.

 La «White Company» de Sir John Hawkwood  ofrecía sus servicios al Papa o a la ciudad de Florencia. Si ambas partes declinaban su oferta, Hawkwood simplemente ofrecía sus servicios a los enemigos de ambas. Como escribe Francis Stonor Saunders en su importante libro “Hawkwood – Diabolical Englishman”: «El valor de aquellas compañías era puramente negativo, y residía únicamente en su capacidad para mantener el equilibrio de fuerzas militares entre las ciudades», exactamente lo mismo que sucedió durante la guerra fría.

 Hace dos decenios pude ver casualmente una revista interna de la industria del armamento. El editorial se titulaba «Gracias a Dios por Sadam». Y explicaba que desde la caída del comunismo y el final de la guerra fría, las listas de pedidos a la industria del armamento se mantenían vacías. Pero que la industria podía alegrarse ahora que había un nuevo enemigo. La invasión de Irak se basó en una mentira. Sadam no tenía armas de destrucción masiva, pero la industria de la defensa necesitaba un enemigo y los políticos le consiguieron uno.

 Y en este momento, los mismos tambores de guerra, estimulados por el asalto de la semana pasada contra la embajada británica, resuenan clamando por un ataque contra Irán. Seymour Hersh escribe en la revista New Yorker:
 

«Se lleva ahora la contabilidad exacta de todo el uranio pobremente enriquecido producido en Irán». El reciente informe del OIEA, que suscitó tanto escándalo contra las ambiciones nucleares de Irán, prosigue Seymour Hersh, «no contiene nada que demuestre que Irán esté tratando de desarrollar armas nucleares».
 En el siglo XIV era la Iglesia la que vivía en simbiosis con lo militar. Hoy en día, son los políticos. El gobierno estadounidense gastó en 2010 la astronómica suma de 687,000 millones de dólares en cuestiones de «Defensa». Imagínense ustedes todo lo que pudiera hacerse con ese dinero si se invirtiese en hospitales, escuelas o en rembolsar los préstamos hipotecarios y así evitar los desalojos.

 En su famoso discurso de adiós a la nación, pronunciado en 1961, el presidente estadounidense Dwight D. Eisenhower aprovechó la ocasión para poner a sus conciudadanos en guardia contra el peligro de permitir relaciones demasiado estrechas entre los políticos y la industria de la defensa.
«Esta conjunción de una inmensa institución militar y de una enorme industria del armamento es un hecho nuevo en América», decía Eisenhower. «En el seno de los consejos gubernamentales, tenemos por lo tanto que cuidarnos de toda influencia injustificada, solicitada o no, que pueda ejercer el complejo militaro-industrial. El riesgo potencial de un desastroso ascenso de un poder ilegítimo existe y persistirá.»

Y aún existe. El Genio ha salido de la botella… otra vez.

Fuente : «Tambores de guerra contra Irán. Pero, ¿quién los hace sonar?», por Terry Jones, Red Voltaire.

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